Los brasileños a la calle: ¿La rebelión del coro?

saopaulo

Foto: http://saopaulo.sp.gov.br


Columna publicada originalmente en El Dínamo
El núcleo de la protesta brasileña remite al derecho a la ciudad. Con tal antecedente, no es extraño que una reivindicación urbana se desdoble en direcciones insospechadas y reciba, de vuelta, contraofertas refundacionales.
La crónica de la protesta algo ayuda a entenderla. Arrancó con una demostración puntual de rechazo al alza del boleto de locomoción en una metrópolis siempre tensa. Luego mudó en una movilización interurbana. Finalmente, deflagró en un enjambre de indisposiciones, seguidas de movilizaciones, represión exacerbada y más movilizaciones. Todos lo sabemos. En Brasil, pero también en muchos otros países del subdesarrollo semiperiférico hay muchas y buenas razones para perder la paciencia con algunos servicios públicos, mucho más cuando suben de precio sin mejorar calidad. En parte por eso, los Caracazos son menos infrecuentes de lo que estaríamos dispuestos a admitir.
La sociedad brasileña, como otras de crecimiento sin desarrollo, es un campo minado de tensiones, muchas de ellas agudizadas si tu domicilio es la periferia, pero también el centro de São Paulo, Río de Janeiro o Belo Horizonte. Salvo excepciones, el transporte público en muchas ciudades brasileñas no empata con las expectativas de sus usuarios -en São Paulo, los ómnibus no funcionan entre la medianoche y las 5 de la mañana-. La postal es parecida en muchas de las ciudades latinoamericanas donde el servicio de buses se ensambla mal con un sistema que, para los transportados, carece de viajes cualificados. Si bien, São Paulo no tiene el panorama que aflige ahora a Buenos Aires, su servicio ferroviario lastra problemas de vieja ocurrencia. Fuera de la calidad está el costo. En algunas ciudades latinoamericanas y, a medida que desciendes en el ingreso, el importe del boleto consume un porcentaje substancial del salario popular.
Puestos a entender el microcosmos abierto por el Brasil de Junio, es imposible soslayar la existencia de nudos de malestar respecto a los edificios levantados o reacondicionados para satisfacer el trinomio: Copa Confederaciones-Mundial de Fútbol-Juegos Olímpicos. Datos secundarios nos hacen presumir que las obras fueron costosísimas y en algunos casos injustificadas. Interesadamente se nos dice que los beneficios asociados a todas las actividades rentabilizarían las infraestructuras y los equipamientos, pero eso no es prístino. Al contrario, Brasil entre el 2013 y el 2016 podría volver a ejemplificar las versiones más opacas de la conocida pulsión por privatizar las ganancias y estatizar las pérdidas. Además, varios de los proyectos diseñados fueron desarrollados sin participación substantiva y, para un país donde se inventó el Estatuto de la Ciudad, esta situación, de confirmarse, sería un retroceso.
Que las infraestructuras y equipamientos deportivos hayan tenido por contraparte una burocracia perforada, carece de novedad. En Brasil existe una tradición de abusismo bien extendida. Pese a lo anterior, sería injusto olvidar los contrapesos y balances que también luchan por instalarse en la cultura político-institucional y que, de momento, tienen en los fallos judiciales su mejor expresión.
Ya no cabe ninguna duda que la protesta urbana fue espoleada por el desempeño de la Policía Militar (PM) y, en especial, de su tropa de choque. ¿Cómo convertir una manifestación de cientos de personas, como la verificada el 16 de junio, en un tsunami sociológico? Parte de la respuesta se explica por el cometido represivo de la PM. Sus excesos en la barriada han sufrido condenas internacionales. Menos conocida, al menos fuera de Brasil, era su exaltación a la hora de encarar demostraciones públicas en democracia. Puestos a hacer filiaciones, la represión callejera se pareció más al Brasil autoritario que al democrático (paradojalmente, São Paulo cuenta con un dinámico prefecto petista).
Algunos analistas interpretaron los disturbios que se abrieron con los quebra-quebras (abril de 1983) y que comenzaron a cerrarse con el Caracazo (febrero de 1989), como respuestas sociales a políticas de ajuste. Tal y como nos recuerda el geógrafo inglés Alan Gilbert, la característica propiamente urbana de muchas de esas protestas fue subsumida dentro de la fórmula protestas contra el shock. Enfrentados a demostraciones contenciosas por saneamientos imprescindibles, viviendas en cascos centrales o contra la instalación de un aeropuerto o una carretera, cometeríamos un error si olvidáramos que las movilizaciones urbanas no suelen reducirse a un reclamo sectorial. Al ocurrir en el espacio y, simultáneamente, en la esfera pública, su escalamiento y desescalamiento permite múltiples eslabonamientos. Por ahora, queda claro que la ciudad agonal no desapareció del paisaje de la ciudad latinoamericana contemporánea. Aprender a convivir con el conflicto urbano, un desafío inexcusable para todos los gobiernos democráticos, es otra de las lecciones extraíbles del Brasil de Junio.